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Para los japoneses el hogar se considera una unidad de producción y consumo; todos los miembros participan y son responsables de la vida productiva de la unidad. En vez de fomentar la ambición individual y el éxito personal, los japoneses esperan del individuo que haga lo más conveniente para el grupo; el éxito colectivo se considera, al final, lo mejor para cada individuo. Se mira a las personas como seres sociales y se da por sentado que cada individuo es más feliz y eficiente dentro del reino social.
En Japón todos ven de igual manera la relación entre madre e hijo: un bebé es un espíritu puro, esencialmente bueno, que debe ser incorporado al ser maternal. Los bebés y los niños duermen entre sus padres, para simbolizar su condición de río entre dos orillas, de ser íntimamente vinculado con cada progenitor, tanto como el río a su lecho. Esta visión común rige en Japón desde hace siglos.
Asimismo desde el gobierno japonés se afirma que las madres deben ser responsivas y tiernas y comunicarse a menudo con el bebé, para entretejerlo ella y atraerlo hacia los pliegues de la familia. A ellas no les interesa asegurarse de que los hijos lleguen a ser independientes, sino que se conviertan en una parte de la madre, un ser social conectado; ven al bebé como una prolongación de si mismos y quieren fomentar e intensificar ese vínculo. […] No podemos suponer que en una nación capitalista los niños y los adultos deban desempeñarse solos. Tal como los japoneses han demostrado la orientación hacia lo grupal en vez de lo individual puede conducir a una nación económicamente moderna.
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